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Discurso que pronunció Susan Sontag al recibir el Premio de la Paz
de los Libreros Alemanes (Friedenspreis des Deutschen Buchhandels) en
Francfort -2003- .
Presidente Johannes Rau, Ministro del Interior Otto
Schily, Ministra de Cultura Christina Weiss, Honorable Alcaldesa de
Francfort Petra Roth, Vice-Presidenta de la Cámara de Diputados
(Bundestag) Antje Vollmer, excelencias, distinguidos invitados, colegas
homenajeados, amigos... entre ellos, querido Ivan Nagel:
Es para mí una lección de humildad y una inspiradora experiencia
poder hablar en el Paulskirche ante este público, recibir el premio que
en los últimos 53 años los Libreros Alemanes han otorgado a tantos
escritores, pensadores, y figuras públicas ejemplares a quienes admiro, y
poder hablar en esta ocasión y en este lugar cargado de historia. Lo
que hace que lamente aún más la ausencia deliberada del embajador
norteamericano, el Sr. Daniel Coats, cuyo inmediato rechazo a la
invitación que le extendió en junio la Asociación de Libreros para
asistir a este evento, cuando se anunció el Premio de la Paz
(Friedenspreis) de este año, muestra que el embajador está más
interesado en apoyar la posición ideológica y el rencor reaccionario de
la Administración de Bush, antes que en cumplir con su deber habitual
como diplomático, que sería representar los intereses y la reputación de
su país, que es también el mío.
Supongo que el embajador Coats ha elegido no estar aquí hoy debido a
las críticas que he vertido en diarios, entrevistas televisadas y
columnas en revistas sobre la nueva tendencia radical de la política
exterior norteamericana, como demuestran la invasión y la ocupación de
Irak. Creo que el embajador debería estar aquí, ya que es una ciudadana
del país que él representa ante Alemania la que recibe este importante
premio.
Un embajador de Estados Unidos debe representar a su país en su
totalidad. Desde luego, yo no represento a EE.UU., ni siquiera a la
importante minoría que no apoya el programa imperial del Sr. Bush y sus
consejeros. Me gusta pensar que no represento sino a la literatura, es
decir, a una cierta idea de la literatura, y a la conciencia, una cierta
idea de la conciencia o el deber. Teniendo en cuenta, sin embargo, que
la concesión de este premio, que proviene de un país europeo de
envergadura, hace referencia a mi papel de 'embajadora intelectual'
entre los dos continentes (huelga decir que el término 'embajadora' se
refiere aquí a su sentido más débil, simplemente metafórico), no puedo
dejar de compartir con ustedes algunos pensamientos respecto de la
renombrada brecha entre Europa y EE.UU., que mis intereses y entusiasmos
supuestamente tratan de superar.
En primer lugar, se trata de una brecha (es un vacío que tal vez
esté llenándose, ¿o se trata también de un conflicto?). Declaraciones
airadas y despreciativas respecto a Europa (a ciertos países europeos),
son ahora moneda corriente en el discurso político norteamericano; y
aquí, al menos en los países ricos del lado occidental del continente,
los sentimientos anti-norteamericanos son más comunes, se escuchan con
más frecuencia, y son más excesivos que nunca. ¿De qué conflicto se
trata? ¿Tiene este conflicto raíces profundas? Creo que sí.
Ha habido siempre un antagonismo latente entre Europa y Estados
Unidos; antagonismo que es al menos tan complejo y ambivalente como el
que existe entre padres y madres e hijas/os. Estados Unidos es un
neo-país europeo, que hasta hace pocas décadas se nutrió
poblacionalmente con una fuerte migración europea. Sin embargo, son las
diferencias entre Europa y Estados Unidos las que más han llamado la
atención de viajeros europeos calificados: Alexis de Tocqueville, que
visitó esta joven nación en 1831 y luego regresó a Francia para escribir
Democracia en los EE.UU. (que es aún, unos ciento setenta años más
tarde, el mejor libro sobre mi país), y D.H. Lawrence, quien hace
ochenta años publicó el libro más interesante que se haya escrito sobre
la cultura norteamericana, su influyente y exasperante Estudios sobre la
Literatura Clásica norteamericana, entendieron que EE.UU., el hijo de
Europa, estaba convirtiéndose, o ya se había convertido, en la antítesis
de Europa.
Roma y Atenas. Marte y Venus. No han sido los autores de artículos
populares recientes, a través de los cuales promueven la idea del
inevitable conflicto de intereses y valores entre Europa y EE.UU.,
quienes inventaron estas antítesis. Varios extranjeros habían ya
meditado sobre el tema, y habían establecido el marco creativo, la
melodía recurrente que suena a lo largo de la literatura norteamericana
del siglo XIX, que va desde James Fenimore Cooper y Ralph Waldo Emerson
hasta Walt Whitman, Henry James, William Dean Howells, hasta Mark Twain.
Inocencia norteamericana y sofisticación europea; pragmatismo
norteamericano e intelectualismo europeo, energía norteamericana y
cansancio europeo ante lo mundano; ingenuidad norteamericana y cinismo
europeo; bondad norteamericana y malicia europea; moralismo
norteamericano y el arte de la concesión europeo: ya conocen estas
cantinelas.
Se puede cambiar la coreografía; en realidad, se han bailado todo
tipo de compases durante dos tumultuosos siglos. Los filoeuropeos han
utilizado la vieja antítesis para identificar a EE.UU. con el barbarismo
comercial que lo impulsa y a Europa con la alta cultura, mientras que
los eurófobos se han guiado por un punto de vista preconcebido según el
cual EE.UU. representa el idealismo, la apertura y la democracia, y
Europa un refinamiento debilitante y snob. Tocqueville y Lawrence
observaron algo más cruel aún: no sólo una declaración de independencia
norteamericana respecto de Europa y de los valores europeos, sino
también un socavamiento sostenido y el asesinato de los valores y el
poder europeos. "Nunca se puede obtener algo nuevo sin romper algo
viejo," escribió Lawrence. "Europa resultó ser lo viejo; EE.UU. debe ser
lo nuevo. Lo nuevo representa la muerte de lo viejo." EE.UU., conjeturó
Lawrence, se había puesto como objetivo destruir a Europa, y utilizaba
la democracia como instrumento, en especial la democracia cultural y la
democracia de las costumbres. Y cuando esta tarea se cumpliera,
continuaba Lawrence, EE.UU. bien podría transformar su democracia en
algo completamente diferente. (Tal vez sea ahora cuando esté surgiendo
esa alternativa que reemplazaría a la democracia en EE.UU.)
Les ruego paciencia, si hasta ahora todas mis referencias han sido
exclusivamente literarias. Después de todo, una función de la literatura
-de la literatura importante, necesaria- es la de ser profética. Lo que
tenemos aquí es, en forma magnificada, la perenne lucha literaria, o
cultural, entre los antiguos y los modernos.
El pasado es (o fue) Europa, y EE.UU. se fundó sobre la idea de
romper con el pasado. En EE.UU. se considera que el pasado estorba e
idiotiza y -con su modo de entender qué es prioritario y qué no lo es, y
sus estándares sobre lo que es superior y lo que es mejor-
esencialmente no democrático, o 'elitista', sinónimo que impera
actualmente. Aquellos que hablan a favor de unos EE.UU. triunfantes
continúan sugiriendo que la democracia norteamericana implica repudiar a
Europa, y, sí, adoptar un cierto barbarismo liberador y saludable.
Aunque la mayoría de los norteamericanos considere hoy a Europa más
socialista que elitista, según el modelo norteamericano, Europa es aún
un continente retrógrado que continúa con obstinación rigiéndose por
criterios antiguos: el estado de bienestar. 'Renuévalo' no es sólo una
consigna cultural; describe también una maquinaria económica que no deja
de avanzar y abarcar al mundo entero.
Sin embargo, si es necesario, aún lo 'viejo' puede ser rebautizado como 'nuevo'.
No es simple coincidencia que el resuelto secretario de Defensa
norteamericano tratara de dividir a Europa [distinguiendo de manera
inolvidable entre la 'vieja' Europa (mala) y una 'nueva' Europa
(buena)]. ¿Cómo se llegó a que España, Italia, Polonia, Ucrania,
Holanda, Hungría, la República Checa y Bulgaria, se encuentren entre los
miembros de la 'nueva' Europa? Respuesta: apoyar a los EE.UU. en su
actual expansión de poder político y militar implica, por definición,
pasar a la categoría de lo 'nuevo'. Quien quiera que esté con nosotros
es 'nuevo'.
La razón que se aduce en todas las guerras modernas, aun cuando sus
objetivos sean los tradicionales (como lograr una expansión territorial o
apoderarse de recursos naturales escasos), es la de una pretendida
lucha entre civilizaciones -guerras culturales- donde cada lado alega
estar en posesión de la razón, y a su vez califica al otro de bárbaro.
El enemigo es invariablemente una amenaza a 'nuestro modo de vida',
infiel, profanador y contaminador, un corruptor de valores superiores o
mejores. La actual guerra en contra de la amenaza real de los militantes
islámicos fundamentalistas representa un claro ejemplo. Vale la pena
mencionar que una versión más blanda, en los mismos términos
despreciativos, subyace al antagonismo entre Europa y EE.UU. Debe
también recordarse que históricamente la retórica antinorteamericana más
virulenta jamás escuchada en Europa -que consiste esencialmente en
acusar a los norteamericanos de bárbaros- provino no de la llamada
izquierda sino de la extrema derecha. Tanto Hitler como Franco
vituperaron repetidamente a los EE.UU. (y al pueblo judío a nivel
mundial) al acusarlos de contaminar la civilización europea con sus
viles valores mercantiles.
Desde luego, la mayoría de la opinión pública europea continúa
admirando la energía norteamericana, la versión norteamericana de 'lo
moderno'. Además, sin duda ha habido siempre norteamericanos
simpatizantes con los ideales culturales europeos (una de ellos se
encuentra frente a ustedes ahora), que encuentran en las viejas artes
europeas una corrección y una liberación de los persistentes prejuicios
mercantilistas de la cultura norteamericana. A su vez, siempre ha
existido la contraparte europea de estos norteamericanos: los europeos
fascinados, cautivados, profundamente atraídos por los EE.UU.,
precisamente por ser diferentes de Europa.
Lo que ven los norteamericanos es casi la inversa del cliché
eurófilo: se ven a sí mismos como los defensores de la civilización. Las
hordas bárbaras ya no se encuentran a las puertas de nuestras ciudades.
Están dentro, en cada próspera ciudad, planeando la devastación. Los
países 'productores de chocolate' (Francia, Alemania, Bélgica) tendrán
que hacerse a un lado, mientras un país con 'voluntad' -y con Dios de su
parte- lleva a cabo su lucha contra el terrorismo (ahora confundido con
el barbarismo). Según el secretario de Estado Powell, es ridículo que
la vieja Europa (algunas veces parece que sólo se refiere a Francia)
aspire a tener algún papel en el gobierno o la administración de los
territorios que han sido ganados por la coalición del conquistador. La
vieja Europa no tiene sus recursos militares, su gusto por la violencia,
ni tampoco el apoyo de su mimada y demasiado pacífica población. Y los
norteamericanos tienen razón. Los europeos no están dispuestos a lanzar
ni una cruzada evangélica ni una belicosa.
Por cierto, debo a veces pellizcarme para asegurarme de que no estoy
soñando: lo que mucha gente en mi propio país objeta a Alemania, que
infligió horrores al mundo durante casi un siglo -el nuevo 'problema
alemán' por decirlo de alguna manera- es que los alemanes aborrecen la
guerra; que la mayoría de la opinión pública alemana es ahora
virtualmente... ¡pacifista!
¿Fueron alguna vez EE.UU. y Europa socios, amigos? Por supuesto.
Pero quizás es cierto que los períodos de unidad -de sentimiento
compartido- hayan sido excepciones más que la regla. Uno de tales
periodos tuvo lugar desde la Segunda Guerra Mundial hasta la primera
época de la Guerra Fría, momento en que los europeos estaban
profundamente agradecidos por la intervención norteamericana, su auxilio
y su apoyo. Los norteamericanos se sienten cómodos viéndose a sí mismos
en el papel de salvadores de Europa. En consecuencia, los EE.UU.
esperarán que los europeos sientan siempre agradecimiento, un estado de
ánimo que los europeos no sienten ahora.
Desde el punto de vista de la 'vieja' Europa, los EE.UU. parecen
dispuestos a derrochar la admiración -y la gratitud- de la mayoría de
los europeos. La inmensa simpatía por los EE.UU., tras el ataque del 11
de septiembre de 2001, era genuina. (Puedo dar testimonio de su
resonante ardor y sinceridad en Alemania; me encontraba en Berlín en ese
momento.) Pero después se ha producido un distanciamiento creciente por
ambas partes. Los ciudadanos de la nación más rica y poderosa en la
historia tienen que saber que a EE.UU. el resto del mundo lo ama y
envidia... y también se siente agraviado por él. Más de un viajero que
haya visitado el extranjero sabe que los norteamericanos son
considerados por muchos europeos como vulgares, rústicos e incultos, y
ante ello no dudan en responder a tales expectativas con un
comportamiento que insinúa el resentimiento de los ex colonizados. Y
algunos europeos cultos, que aparentemente disfrutan en gran medida ya
sea visitando EE.UU. o viviendo allí, atribuyen condescendientemente
este hecho al ambiente liberador de la colonia donde uno puede
deshacerse de las restricciones y cargas de la alta cultura de la
'metrópolis' . Recuerdo una conversación con un director de cine alemán
que estaba viviendo en ese momento en San Francisco, en la que él me
decía que le encantaba estar en EE.UU. 'porque ustedes no tienen cultura
alguna'. Para más de un europeo, y debe mencionarse, incluso para D.H.
Lawrence ('allá la vida proviene de las raíces, imperfecta pero vital',
le escribía a un amigo en 1915, en los momentos en que planeaba vivir en
los EE.UU.), EE.UU. es el gran escape. Y viceversa: Europa fue el gran
escape para generaciones de norteamericanos que buscaban 'cultura'.
Desde luego, me refiero a minorías aquí, minorías dentro del grupo de
los privilegiados.
Los EE.UU. se ven ahora como los defensores de la civilización y los
salvadores de Europa, y se preguntan por qué los europeos no logran
comprender esta cuestión; por su parte, los europeos ven a EE.UU. como
un estado guerrero imprudente: a ello los EE.UU. responden que Europa es
su enemiga. Un discurso ahora predominante en EE.UU. afirma que los
europeos sólo pretenden ser pacifistas para debilitar el poder
norteamericano. Los norteamericanos creen que Francia, en particular,
trama igualar o aún superar a su país en su grado de influencia en las
cuestiones internacionales -"La operación EE.UU. debe fracasar" es el
título inventado por un columnista del diario New York Times para
describir la estrategia francesa de dominación-, en lugar de comprender
que una derrota norteamericana en Irak alentará a "los grupos musulmanes
extremistas (desde Bagdad a los barrios pobres de París)" a continuar
con su yihad contra la tolerancia y la democracia.
Es difícil para la gente evitar ver el mundo en términos polarizados
("ellos"y "nosotros") y son estos términos los que han fortalecido en
el pasado el componente aislacionista en la política exterior
norteamericana, tanto como ahora fortalecen el componente imperialista.
Los norteamericanos se han acostumbrado a concebir el mundo en términos
de enemistades. Los enemigos se encuentran en otro lugar, ya que la
guerra se desarrolla siempre "fuera", y el fundamentalismo islámico ha
reemplazado al comunismo ruso y chino como la amenaza implacable y
furtiva a "nuestro modo de vida". Y el término "terrorista" es más
flexible aún de lo que lo era la palabra "comunista". Puede unificar un
número mayor de intereses y luchas muy diversas. Esta guerra será
interminable por esa causa, ya que siempre habrá alguna forma de
terrorismo (al igual que siempre existirá la pobreza y el cáncer); es
decir, habrá siempre conflictos asimétricos en los cuales el lado más
débil recurra a esa forma de violencia y ataque con frecuencia a
civiles. La retórica norteamericana, y quizás también el estado de ánimo
del pueblo en general, apoyarían esta perspectiva desacertada, ya que
la lucha por la rectitud no tiene fin.
Gracias al genio de EE.UU. que, a pesar de ser un país tan
profundamente conservador que los europeos difícilmente lo comprenden,
se ha podido crear un pensamiento conservador que prefiere lo nuevo a lo
viejo. Pero esto también implica que de la misma manera en que EE.UU.
parece un país extremadamente conservador -como se observa, por ejemplo,
en el extraordinario poder del consenso y la pasividad y en el
conformismo de la opinión pública (como Tocqueville apuntó en 1831), y
de los medios de comunicación masiva- es también radical, incluso
revolucionario, de una manera que los europeos encuentran también
difícil de desentrañar.
Seguramente, parte del enigma surge de la falta de congruencia entre
el discurso oficial y la realidad de las personas. Los norteamericanos
exaltan constantemente las "tradiciones"; las letanías a los valores de
la familia ocupan un lugar central en los discursos de todos los
políticos. Sin embargo, la cultura norteamericana corroe enormemente la
vida familiar, al igual que todas las tradiciones, excepto aquéllas que
han sido redefinidas como "identidades" y que pueden ser aceptadas como
parte de patrones más amplios de distinción, cooperación y apertura
hacia la innovación.
Quizás, la fuente más importante del nuevo (y del no tan nuevo)
radicalismo norteamericano es algo que solía considerarse como una
fuente de valores conservadores: es decir, la religión. Muchos
comentaristas han observado que la mayor diferencia entre EE.UU. y la
mayoría de los países europeos (tanto en la Europa vieja como la nueva,
de acuerdo a la distinción norteamericana actual) radica quizás en que
la religión en EE.UU. tiene aún un papel preponderante en la sociedad y
en el discurso público. Pero es ésta una religión al estilo
norteamericano: es más una idea sobre la religión que la religión en sí
misma.
Es cierto que, durante la campaña presidencial de George Bush de
2000, un periodista tuvo la ocurrencia de preguntarle al candidato que
citara su "filósofo preferido"; la respuesta, que fue bien recibida -y
que hubiera convertido en un hazmerreír a cualquier candidato a un cargo
importante por un partido centrista en cualquier país europeo- fue
"Jesucristo". Por supuesto que Bush no quería decir con esa respuesta, y
nadie lo malentendió, que si ganaba las elecciones su Gobierno se
sentiría obligado a seguir los preceptos o los programas sociales que
enunció Jesús.
La sociedad norteamericana es de carácter religioso, en general. Es
decir, en EE.UU. no es importante qué religión siga uno, siempre que se
tenga una. Sería imposible que existiera una religión dominante, o
incluso una teocracia, que fuera sólo cristiana (o perteneciente a una
confesión cristiana en particular). En EE.UU. la religión debe ser algo
que se pueda escoger. Esta idea de la religión, moderna y relativamente
carente de substancia, construida sobre la idea de la elección
consumista, es la base del conformismo, el fariseísmo y el moralismo
norteamericano (que los europeos confunden a menudo, de forma
condescendiente, con el puritanismo). Independientemente de las
creencias históricas que las diferentes religiones norteamericanas dicen
representar, todas predican algo similar: cambios en el comportamiento
personal, el valor del éxito, cooperación comunitaria, tolerancia de las
elecciones que adoptan otras personas. (Todas éstas son virtudes que
promueven y mitigan el funcionamiento del capitalismo consumista). El
simple hecho de ser una persona religiosa asegura respetabilidad,
fomenta el orden, y garantiza que sean intenciones virtuosas las que
guían la misión norteamericana de conducir al mundo.
Lo que se divulga -se llame democracia, libertad, o civilización- es
tanto parte de un proceso en marcha como la esencia misma del progreso.
No existe otro lugar en el mundo donde el sueño de progreso de la
Ilustración tenga una acogida tan propicia como en EE.UU.
Desmitificación de Polaridades
¿Estamos entonces tan separados? Es extraño que ahora que Europa y
EE.UU. se asemejan tanto culturalmente, nunca hayan estado tan
separados.
A pesar de todas las similitudes existentes en la cotidianeidad de
los ciudadanos de los países europeos ricos y de los EE.UU., la brecha
entre la experiencia europea y la norteamericana es genuina, y se
origina a partir de importantes diferencias en la historia, nociones
sobre el papel de la cultura, y recuerdos reales e imaginados. El
antagonismo -si es que existe un antagonismo- no se resolverá en un
futuro inmediato, a pesar de la buena voluntad de mucha gente a ambos
lados del Atlántico. Y sin embargo, una no puede sino deplorar la
actitud de los que desean aprovechar tales diferencias al máximo, cuando
en realidad tenemos tanto en común.
La dominación de EE.UU. es una realidad. Pero EE.UU., como está
empezando a entender el actual Gobierno, no puede hacerlo todo. El
futuro del mundo -del mundo que compartimos- es sincrético e impuro. No
estamos aislados unos de otros. Cada vez estamos más relacionados unos
con otros.
En última instancia, el modelo que permitirá lograr algún grado de
entendimiento o conciliación, consiste en tener más en cuenta la
venerable oposición entre "lo viejo" y "lo nuevo". La oposición entre
"civilización" y "barbarie" es esencialmente condicionante; no es
conveniente pensar y pontificar sobre esa base (aunque pueda reflejar
ciertas innegables realidades). Sin embargo, la oposición entre "lo
viejo"y "lo nuevo"es genuina e irradicable, y constituye la esencia de
la experiencia misma tal como la entendemos.
"Lo viejo" y "lo nuevo" son los polos perennes de todo sentimiento y
sentido de la orientación en el mundo. No podemos prescindir de lo
viejo, ya que hemos invertido en ello nuestro pasado, nuestra sabiduría,
nuestros recuerdos, nuestra tristeza, nuestro sentido de la realidad.
No podemos prescindir de la fe en lo nuevo, ya que en lo nuevo hemos
invertido toda nuestra energía, nuestra capacidad de ser optimistas,
nuestros ciegos anhelos biológicos, nuestra habilidad para olvidar: la
sana habilidad que hace posible la reconciliación.
La vida interior tiende a desconfiar de lo nuevo. Una vida interior
fuertemente desarrollada se resistirá especialmente a lo nuevo. Se nos
ha dicho que debemos elegir entre lo viejo o lo nuevo. En realidad,
debemos elegir ambos. ¿Qué es la vida sino el resultado de una serie de
negociaciones entre lo viejo y lo nuevo? Creo que debemos evitar siempre
estas oposiciones tan rígidas.
Lo viejo versus lo nuevo, naturaleza versus cultura: quizá sea
inevitable que los grandes mitos de nuestra vida cultural sean
representados no solamente dentro de un marco histórico sino también
geográfico. Sin embargo, no son más que mitos, frases gastadas,
estereotipos; la realidad es mucho más compleja.
He dedicado gran parte de mi vida a tratar de desmitificar estos
modos de pensamiento que polarizan y generan opuestos. Esto significa,
traducido a términos políticos, apoyar lo pluralista y lo laico.
Realmente preferiría vivir, al igual que algunos norteamericanos y
muchos europeos, en un mundo multilateral, un mundo que no fuera
dominado por ningún país en particular (el mío incluido). Durante este
siglo, que ya promete ser otro siglo más de extremos, de horrores,
podría expresar mi apoyo a toda una serie de principios tendentes a
mejorar la situación. Apoyaría, en particular, lo que Virginia Woolf
llamaba "la melancólica virtud de la tolerancia".
Prefiero mejor hablar como escritora, como una defensora de la
actividad literaria, ya que de ahí es de donde surge la única autoridad
que poseo.
La escritora que hay en mí desconfía de la buena ciudadana, la
"embajadora intelectual", la activista de derechos humanos. Todos esos
roles que la concesión de este premio enumera, más allá de mi alto grado
de compromiso con ellos. La escritora es más escéptica, duda más de sí
misma que la persona que trata de hacer lo correcto y apoyar la causa
correcta.
Una de las funciones de la literatura es la de formular preguntas y
cuestionar las ideas ortodoxas reinantes. Y aún cuando el arte no es de
oposición, el mundo de las letras tiende a ser contestatario. La
literatura es diálogo; sensibilidad. Podría definirse a la literatura
como la historia de las diferentes respuestas sensibles del género
humano ante lo que está vivo y lo que está moribundo como resultado de
la evolución de las culturas y de la interacción de unas culturas con
otras.
Los escritores pueden hacer algo para combatir estos tópicos
respecto de nuestra separación, nuestra diferencia -ya que los
escritores son hacedores, y no simplemente transmisores, de mitos-. La
literatura ofrece no solamente mitos sino también contra-mitos, del
mismo modo que la vida ofrece contra-experiencias (experiencias que nos
hacen dudar de aquello que uno suponía que pensaba, sentía o creía).
Creo que el escritor es alguien que presta atención al mundo, lo que
significa tratar de entender, observar, y conectar con los diferentes
actos de maldad que los humanos son capaces de realizar; y a la vez no
corromperse -volviéndose cínico, superficial- al lograr esta comprensión
de la naturaleza humana.
La literatura puede decirnos cómo es el mundo.
La literatura puede establecer normas y transmitir un conocimiento
profundo, personificado a través del lenguage, en la narrativa.
La literatura puede entrenarnos y ejercitar además nuestra habilidad
para llorar por quienes no somos nosotros ni son los nuestros.
¿Quiénes seríamos si no pudiéramos simpatizar con los que no somos
nosotros ni son los nuestros? ¿Quiénes seríamos si no pudiéramos
olvidarnos de nosotros mismos, al menos durante algún tiempo? ¿Quiénes
seríamos si no pudiéramos aprender? ¿O perdonar? ¿O convertirnos en algo
diferente de lo que somos?
Escapar de la prisión de la vanidad nacional
En esta ocasión en la que recibo este magnífico premio, este
magnífico premio alemán, permítanme que les cuente algo sobre mi
trayectoria.
Pertenezco a una tercera generación norteamericana de origen polaco y
judío lituano. Nací dos semanas antes de que Hitler asumiera el poder.
Crecí en el interior de EE.UU., en Arizona y California, lejos de
Alemania, y sin embargo durante toda mi niñez estuve obsesionada con
Alemania, con la monstruosidad de Alemania, y con los libros y la música
alemanes que amaba, y que a su vez establecieron mi criterio sobre las
expresiones artísticas elevadas e intensas.
Aún antes de Bach y Mozart y Beethoven y Schubert y Brahms, ya había
algunos libros alemanes [importantes para mí]. Recuerdo a un maestro de
escuela primaria en una pequeña ciudad del sur de Arizona, el Sr.
Starkie, que logró la admiración de sus alumnos al contarnos que había
combatido en el ejército de Pershing en México contra Pancho Villa: este
viejo veterano de una antigua aventura imperialista norteamericana
había sido, al parecer, afectado -en versión traducida- por el idealismo
de la literatura alemana, y percibiendo mi especial interés por los
libros, me prestó sus propias copias del Werther y del Immensee.
Poco después, durante mi infantil orgía lectora, el azar me condujo
al encuentro de otros libros alemanes, incluyendo el relato de Kafka En
la colonia penal, donde descubrí el temor y la injusticia. Y pocos años
más tarde, cuando era una estudiante de secundaria en Los Angeles,
encontré todo sobre Europa en una novela alemana. No ha habido otro
libro más importante en mi vida que La Montaña Mágica, que trata
precisamente del choque de ideales como esencia de la civilización
europea. Y así sucesivamente, a través de una larga vida que ha estado
impregnada de la alta cultura alemana. De hecho, tras los libros y la
música, que supusieron, dado el desierto cultural en el que vivía,
experiencias prácticamente clandestinas, llegaron las experiencias
reales. Porque también soy una beneficiaria tardía de la diáspora
cultural alemana, y he tenido la buenísima fortuna de llegar a conocer
bien a algunos de los incomparablemente brillantes refugiados que creó
Hitler, aquellos escritores y artistas y músicos y académicos que EE.UU.
recibió en la década de los 30 y que tanto enriquecieron al país,
especialmente a sus universidades. Permítanme citar a dos de ellos, a
los que tuve el privilegio de tener como amigos durante los últimos años
de mi adolescencia y los primeros años de mi tercera década, Hans Gerth
y Herbert Marcuse; aquéllos con los que estudié en la Universidad de
Chicago y en Harvard, Christian Mackauer, Paul Tillich y Peter Heinrich
von Blanckenhagen, y en seminarios privados, Aron Gurwitsch y Nahum
Glatzer; y Hannah Arendt, a quien conocí después de mudarme a Nueva York
cuando tenía aproximadamente veinticinco años: tantos modelos de
seriedad, cuyo recuerdo quisiera evocar aquí.
Pero nunca olvidaré que mi encuentro con la cultura alemana, con la
seriedad alemana, comenzó con el abstruso y excéntrico Sr. Starkie (no
creo haber sabido nunca su nombre), que fue mi maestro cuando yo tenía
diez años, y al que jamás volví a ver.
Y todo esto me lleva a una historia, con la que voy a concluir: creo
que es lo adecuado, dado que fundamentalmente no soy ni una embajadora
cultural ni una ferviente crítica de mi propio Gobierno (tarea que
cumplo como buena ciudadana norteamericana). Soy una contadora de
historias.
Así, vuelvo al tiempo en que yo tenía diez años, y encontraba algo
de alivio de las cansadas obligaciones de ser una niña al leer con
pasión los gastados volúmenes de Goethe y Storm que el maestro Starkie
me había prestado. Me refiero a 1943, época en la que tenía conocimiento
de que existía un campo de prisioneros con miles de soldados alemanes,
soldados nazis, por supuesto, como yo los concebía, en la parte norte
del estado, y teniendo en cuenta que era judía (aunque sólo lo fuera
nominalmente, ya que mi familia era desde hacía dos generaciones
totalmente laica e integrada; sabía que serlo nominalmente era
suficiente para los nazis), me acosaba una pesadilla recurrente en la
que los soldados nazis habían escapado de la prisión y habían logrado
llegar al sur del estado donde estaba el chalé en el que vivía con mi
madre y mi hermana en las afueras de la ciudad, y estaban a punto de
matarme.
Adelantémonos ahora a muchos años más tarde, a la década de los 70,
cuando Hanser Verlag comenzó a publicar mis libros, y llegué a conocer
al distinguido Fritz Arnold (había comenzado a trabajar en la empresa en
1965), que sería mi editor hasta su muerte en febrero de 1999.
Durante uno de nuestros primeros encuentros, Fritz me dijo que
deseaba contarme -supongo que lo consideraba un requisito previo a una
futura amistad que pudiera surgir entre ambos- lo que había hecho
durante la guerra. Le aseguré que no me debía explicación alguna; pero,
por supuesto, valoré mucho el hecho de que él mencionara el tema.
Quisiera agregar que Fritz Arnold no fue el único alemán de su
generación (había nacido en 1916) que, después de conocerlo o conocerla,
insistió en contarme que había hecho durante el periodo nazi. Y no
todas las historias que escuché fueron tan inocentes como la que me
contó Fritz.
De todas maneras, Fritz me contó que era estudiante universitario de
literatura e historia del arte, primero en Múnich y más tarde en
Colonia, cuando, a comienzos de la guerra, fue reclutado con el grado de
cabo en las fuerzas armadas (Wehrmacht). Su familia no era pro-nazi en
absoluto -su padre era Karl Arnold, el legendario caricaturista político
de Simplicissimus -, pero emigrar no era una opción que su familia
hubiera siquiera considerado, y aceptó con temor la obligación de unirse
al servicio militar, con la esperanza de no tener que matar a nadie y
no terminar él mismo muerto.
Fritz fue uno de los pocos que tuvo suerte. Fue afortunado al haber
sido enviado primero a Roma (donde rechazó la invitación de su superior
de nombrarlo teniente), luego a Túnez; afortunado también de haber
permanecido detrás de las líneas de combate y no haber nunca tenido que
utilizar un arma de fuego; y finalmente, fue afortunado, si es ésta la
palabra correcta, por haber caído prisionero de los norteamericanos en
1943, haber sido transportado en barco junto con otros soldados alemanes
capturados, a través del Atlántico hasta Norfolk, Virginia; y más tarde
en tren a través del continente a pasar el resto de la guerra en un
campo de prisioneros en... el norte de Arizona.
Tuve entonces el placer de poder contarle, mientras suspiraba
asombrada, y dado que ya había comenzado a tener mucha simpatía por él
-éste fue el comienzo tanto de una gran amistad como también de una
intensa relación profesional-, que mientras él era prisionero de guerra
en el norte de Arizona, yo estaba en la parte sur del estado,
aterrorizada ante la presencia de los soldados nazis que estaban por
todas partes, y de los que no podría escapar.
Entonces Fritz me contó que lo que le permitió sobrellevar los casi
tres años que pasó en el campo de prisioneros en Arizona fue que se le
permitió acceder a libros: había pasado esos años leyendo y releyendo
los clásicos ingleses y norteamericanos. Y yo le conté que como
estudiante en la escuela primaria en Arizona, y mientras esperaba poder
crecer y escapar hacia una realidad más vasta, me salvó la lectura de
libros, tanto los traducidos como los que habían sido escrito
originalmente en inglés.
El acceso a la literatura, a la literatura universal, me permitió
escapar de la prisión de la vanidad nacional, de la falta de cultura,
del obligatorio provincialismo, de la educación formal inane, de
destinos imperfectos y de la mala suerte. La literatura fue el pasaporte
para ingresar a una vida más amplia; es decir, la zona de la libertad.
La literatura era la libertad. Especialmente ahora que los valores
de la lectura y de la introspección están siendo desafiados con tanto
vigor, la literatura es la libertad.
[Este artículo fue publicado originalmente en www.Tomdispatch.com,
cuaderno de bitácora virtual (weblog) de Nation Institute, que ofrece
un flujo continuo de fuentes alternativas de información, noticias, y
opiniones de Tom Engelhardt, editor de larga experiencia en el mundo
editorial y además autor de The End of Victory Culture y The Last Days
of Publishing.]
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